
Todos tenemos ausencias, pequeñas, grandes o enormes. Son crónicas. Trocitos de vacío que tenemos que ir saltando a lo largo del día, agujeros en nuestra historia vital que nos acompañarán siempre, igual que las marcas de la viruela. Quizás la vida sea eso: rellenar las ausencias, lidiar con el dolor y huir hacia adelante como única forma de cordura. Hoy os traigo La ridícula idea de no volver a verte–ya sé que no es una novedad, salió hace más de un año y medio-, pero quería hablaros de este libro, que acabo de releer y con el que, una vez más, he vuelto a emocionarme, a sentir una especie de amor irracional hacia todo lo que me rodea. Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos. Así arranca Rosa Montero esta obra (Seix Barral, 2013), a medio camino entre la (auto)biografía, la novela y el ensayo, donde reflexiona sobre la vida, las ausencias y el duelo después de la muerte de su marido, tras veinte años de relación, a la vez que nos acerca a la excepcional Marie Curie –dos veces Premio Nobel, descubridora del radio y la radioactividad-, que también perdió a su esposo, un día cualquiera y de la forma más tonta: mientras caminaba por la calle tropezó y fue arrollado por un carro de caballos. Ella (Curie) escribió un diario desolador de donde sale la frase que da título al libro, y que a mí me parece fantástica. A veces tengo la idea ridícula de que todo esto es una ilusión y que vas a volver. ¿No tuve ayer, al oír cerrarse la puerta, la idea absurda de que eras tú?, escribe.Cuando Rosa Montero leyó el diario que Marie Curie comenzó tras la muerte de su esposo, sintió que la historia de esa mujer fascinante que se enfrentó a su época le llenaba la cabeza de ideas y emociones. La ridícula idea de no volver a verte nació de ese incendio de palabras, de ese vertiginoso torbellino. Al hilo de la extraordinaria trayectoria de Curie, construye una narración a medio camino entre el recuerdo personal y la memoria de todos, entre el análisis de nuestra época y la evocación íntima. Son páginas que hablan de la superación del dolor, de las relaciones entre hombres y mujeres, del esplendor del sexo, de la buena muerte y de la bella vida, de la fuerza salvadora de la literatura.
No es éste un libro para llorar a moco tendido. Quizás se te escape alguna lagrimilla o se te cierre la garganta y tengas que tragar saliva. Es normal, porque habla de eso de lo que no nos gusta hablar, del dolor y de la pérdida, de los días sin alguien, del shock ante la muerte, pero no te alarmes, tienes ante ti una obra luminosa, elegante –nada de sentimentalismos baratos- y esperanzadora; y, sobre todo, viva, vivísima, tanto que nos parece estar escuchando a Rosa Montero en una tarde de invierno frente a un café. Da gusto leerla. Su voz de narradora –qué pulso, qué ritmo- se despoja de cualquier artificio y fluye directa, clara, absolutamente reconocible. Como hablarían dos amigos que no necesitan aparentar nada. La ridícula idea de no volver a verte es un escudo contra el dolor, una forma útil de exorcizarlo. Nadie nos enseña a sufrir, no sabemos gestionar las muertes. Y para eso escribe ella, para convencerse de que merece la pena seguir viviendo, aunque cada ausencia grave nos transforme, nos convierta en una persona diferente. La desaparición de su marido la dejó en un profundo silencio, en un paréntesis mudo de tres años. El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Y también nosotros estamos de suerte de que ella reflexione en voz alta sobre lo que nos preocupa a todos, sobre lo que nos quita el sueño, porque contra las ausencias, nada hay más efectivo que los recuerdos alegres, que las cosas bonitas. La vida es tan tenaz, tan bella, tan poderosa, que incluso desde los primeros momentos de la pena te permite gozar de instantes de alegría: el deleite de una tarde hermosa, una risa, una música, la complicidad con un amigo. Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza. Y veis que la dejo hablar a ella porque sus palabras os convencerán con mayor contundencia que las mías de lo especial de esta historia, que nace de la complicidad de dos viudas. Dos mujeres unidas por el dolor y curadas por la literatura.
La prueba del algodón para un libro es preguntarte, primero, si lo recomendarías, y segundo, si se lo regalarías a alguien. Y mi respuesta es sí a las dos preguntas. Ya he perdido la cuenta de los amigos a los que he regalado esta obrita de Rosa Montero. Como decía Michael Cunningham en Las horas, “a veces tiene que morir alguien para que los demás valoren la vida”, y ése es el efecto de La ridícula idea de no volver a verte en el lector: la de unas ganas inmensas de disfrutar, de amar, de ser feliz. ¿Y para la soledad, el duelo y las ausencias? Nada, sólo hay que dejar que pasen y tenerlos presentes. Qué pena que olvidé que podía perderte. Si hubiera sido consciente, te habría querido no más, pero mejor. Te habría dicho muchas más veces que te amaba. Habría discutido menos por tonterías. Me habría reído más. Dejad este librito a mano, en un lugar accesible de la estantería porque lo necesitaréis, porque os apetecerá abrirlo por cualquier página y releer algún párrafo, asombraros con la capacidad de Rosa Montero para explorar las áridas regiones del dolor.