
Londres, 1890. Después de verse sometida a la estricta voluntad de su familia y de descubrir la extraña desaparición de su amado Thomas, la joven Emily Watson emprenderá un viaje hacia Japón para encargarse de la fábrica de seda y las plantaciones de té que su familia posee en una villa cercana a Tokio. Emily conocerá la realidad de un pueblo que ha permanecido cerrado al mundo durante siglos, y deberá introducirse en la magia y el misticismo de una tierra remota en la que la tradición feudal y el progreso van de la mano. Un delicado paisaje muy alejado de su Inglaterra natal en el que viejos fantasmas del pasado guiarán misteriosamente a Emily en su búsqueda de la esencia de la felicidad.
Mi madre y yo tenemos un mini-club de lectura, sólo nosotros dos, numerus clausus. Funciona así: elegimos un libro por unanimidad, nos lo leemos en un par de semanas y después, durante un paseo o en la sobremesa, lo comentamos, lo despellejamos, intentamos entender a los personajes. Hemos retomado esta costumbre tras el paréntesis veraniego con La sonrisa de los cerezos en flor, de Kate Connelly, publicado por Ediciones B en su colección Landscape novels. Por la portada y la sinopsis, prometía ser una lectura agradable, aunque eso sí, para un público muy determinado. Sigue leyendo si te interesan cualquiera de estas opciones: a) Las historias rosas, muy rosas; b) Las aventuras de una jovencita de la aristocracia inglesa en la época victoriana; c) Las costumbres, los valores y las curiosidades de la cultura japonesa, porque esta novela, que se desarrolla durante casi 500 páginas, va de todo esto.
El comienzo de La sonrisa de los cerezos en flor es como un anzuelo, imposible escaparte: una conspiración para separar a los dos amantes protagonistas porque son de clases sociales diferentes. A él lo mandan como esclavo a la Ruta de la Seda. A ella la obligan a casarse con un rico terrible que sólo le dará disgustos. La narración se estrena ágil y prometedora, ambientada además en una época muy lucida literariamente: finales del siglo XIX, con esos modales exquisitos, esos vestidos vaporosos, las primeras consecuencias fatales de la Segunda Revolución Industrial. La cuestión es que ella acaba en Tokio, haciéndose cargo de las empresas de la familia, y expuesta por completo a una nueva sociedad. Mi madre no podía dejar de leer.
En este punto, me da la sensación de que la autora sabe demasiado de Japón. Sí, supongo que habrá hecho una tesis o que llevaba años investigando sobre el tema, porque se le nota y porque se ha empeñado en contarlo todo, todo y todo en este libro. Que conste que no me molesta tanta información –he aprendido detalles de los rituales del té o por qué a los japoneses no les gustan las flores de plástico*-, pero su manera de encajarla en la novela es muy facilona. La protagonista le dice a cualquier personaje: “Cuénteme todo lo que sepa del sintoísmo, por favor”. Y después insiste: “¿Y qué más?” Y donde digo sintoísmo digo treinta conceptos más. Creo que podría haber trabajado (mucho) mejor la dosificación de los datos. Algunos llamarán su estilo sencillo o ligero, yo lo llamo almibarado, tanto que a veces me resultaba un pelín ridículo: “Él la amaba con toda la intensidad con la que un hombre puede amar a una mujer”. “La amó con toda su alma y todo su corazón”. “La niña era uno de esos ángeles que pocas veces se ven sobre la faz de la Tierra”. Y así siempre.
La historia es entretenida y, como ya he dicho, presenta una trama sin grandes complicaciones y con varios giros muy originales. El mundo que describe es tan agradable que uno no se plantea abandonarlo a la mitad. La sonrisa de los cerezos en flor trata de los colonizadores de Japón, del negocio de los gusanos de seda, de los viajes en barco. Y sobre todo, aborda del choque entre las dos culturas. Me gusta de vez en cuando viajar a esas tierras donde se potencia la calma, la armonía y la belleza, donde se habla del feng shui y la meditación, de los guerreros que saben de poesía y de esos valores en crisis: la honradez, el honor y que el servicio al pueblo está siempre por encima del beneficio del individuo. “Aquí no se concibe decirle algo a otro que pueda herirle”, dice uno. Pues sí, a mí eso me parece muy bien. Mi madre, que se lo terminó de leer en dos días, y yo hemos coincido: una novela amable que a veces parece un libro de texto sobre Japón.
PS: Aviso a la traductora: “La erección de los edificios” suena un pelín raro. O quizás soy yo, perdonadme.
PS*: Los japoneses usan siempre flores naturales, de las que se pudren, para recordarse que la vida pasa y que tenemos que aprovechar el momento.